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jueves, 12 de abril de 2012

El baile en los sainetes de González del Castillo. Fandangos, jaleos, zorongos...

Además de lo comentado en la entrada anterior, cabe recordar que González del Castillo nos ofrece testimonio de cómo en la época en que él escribió estos sainetes, el baile había salido ya de las casa y patios particulares, para celebrar sus ritos no sólo en las ferias, sino también en tabernas y ventas. De ello da fe, por ejemplo, el sainete titulado El soldado fanfarrón, que pasa de una casa pobre, donde se celebra un jaleo con motivo del santo de Tomasa, en la primera parte, a un ventorrillo situado en las Puertas de Tierra, en la segunda, donde acompañado de guitarra, castañuelas y pañuelos, se va a bailar el zorongo. 
            Ciertamente, tanto «fandango» como «zorongo» o «jaleo», además de aludir a unos bailes particulares, suelen aparecer como designaciones de toda fiesta donde se canta y baila cualquier tipo de danza de las que luego entrarán a formar parte de las que se encuadran en la llamada escuela bolera, es decir, todas las que, acompañadas de palillos, tiene su principal contenido en las seguidillas y el fandango; esto es el bolero, la cachucha, el jaleo, el zorongo, el ole, las playeras, y los zapateados, entre otros[1], de los que también encontramos numerosas referencias en sainetes como El maestro de la tuna, El soldado fanfarrón, El triunfo de las mujeres, Los zapatos, El recibo del paje, y La feria del Puerto.
            Blas Vega nos cuenta que el zorongo se incorporó como baile a la tonadilla escénica, y que la primera mujer que se distinguió en este baile fue Mariana Márquez, cuarta dama, en 1794, de la compañía de Manolo Martínez. También nos informa de que el zorongo era un velo de muselina de Indias, que caía hasta los pies, y estaba fijado a la cabeza de la bailarina por una ancha peineta[2]. Gaditano es el zapateado del que existe también referencia en un sainete de González del Castillo, Los majos envidiosos, y su acompañamiento a la guitarra –afirma Blas Vega- es el mismo del tanguillo carnavalesco gaditano.
            Respecto del ole, se considera, junto al jaleo, como antecedentes de la soleá, y jaleo gitano-flamenco estaría, en opinión de Eulalia Pablo Lozano, en el origen de la bulería[3], que resulta de acelerar el ritmo de la soleá. El lole como también se le nombra es fundamental en el sainete Los caballeros desairados, pues Isabel, hermana del Marqués, aprende el ole, además del zorongo, con la «trigueñita» Juanita, para así mantener el nombre que tiene en Cádiz de «salerosa». Isabel ha aprendido a «repicar» los pies, «poner levantadas las manitas y dar vueltas»; un aprendizaje que desde luego apenas tiene que ver con el desparpajo que usa la maja Curra en su baile, gran aficionada, «zoronguera», según nos dice Simeón:

Simeón.          Mucho; me mantengo en ello,
                        pues desde que Dios arroja
                        sus luces, se arma el jaleo;
                        se araña la guitarrilla,
                        comienza el repiqueteo
                        de los palillos y sale
                        a todo trapo ese cuerpo
                        dando continuos balances,
                        levantando y sumergiendo
                        toda la popa, de modo
                        que para tener los huesos
                        tan süaves es preciso
                        que se los unte con sebo[4].

Evidentemente, este balanceo picante de la bailaora[5] nada tiene que ver con un baile académico, sino con una ejecución desenvuelta propia –creo- de una andaluza gitana o agitanada, plástica y sugerente descripción del zorongo, uno de los bailes flamencos más populares, cuya interpretación, como por otra parte ha señalado Teresa Martínez de la Peña, suele reservarse a los gitanos.

No comparto el juicio de Ángel Álvarez que en su libro El baile flamenco, rechaza que el zorongo que se menciona en los sainetes de González del Castillo pueda ser una primera muestra del arte flamenco, en los siguientes términos:
            Dudo que ese zorongo fuera flamenco, porque hasta finales del siglo XVIII no tenemos constancia de que existiera el cante, y todo hace pensar que el baile surgió más adelante.[6]

Como acabamos de ver, González del Castillo evidencia lo contrario. Otra cosa es considerar si estos bailes son flamencos, si limitamos el flamenco a la interpretación artística de una serie de cantes y bailes populares.
            Efectivamente, no tenemos noticia de que la Curra sea el nombre de ninguna bailaora más o menos profesional, claro que tratándose de finales del XVIII hay que tener presente que aún se sabe muy poco de estas compañías de baile que fueron especializándose en boleras, oles, playeras, zapateados y jaleos, como sí que se conocen datos de ellas, a partir de la década del cuarenta del siglo XIX. Aunque sí hay excepciones como la de Manuela Morales, muy aplaudida hacia 1796.
             Pero sobre esta cuestión volveremos otro día.




[1] Cf., A este respecto puede consultarse, Blas Vega, J., «La escuela bolera», Historia del flamenco, pp. 43-54.
[2] Ibídem. Es el tipo de la gitanotonadilla que menciona Wilhelm von Humboldt en su estancia gaditana. Cf., op. cit.
[3] Eulalia Pablo Lozano, «Jaleos», en Historia del flamenco, pp. 55-71.
[4] Sainetes, p. 202.

[5] El movimiento sinuoso de la danza convierte a la bailaora en un personaje de gran atractivo, en este sentido fue objeto de interés de Estébanez Calderón y de otros escritores nacionales y foráneos Estébanez alabó la gracia de estas bailaoras en La rifa andaluza, El bolero, La feria de Mairena, y Un baile en Triana. Juan Valera puso de relieve los valores de Lola Montes, a la que califica de «excelente bailarina»; cf., Obras completas, Aguilar, Madrid, II, 1958, p. 1099. Bécquer elogió a «La Nena» en un artículo de ese mismo nombre, donde se preocupaba por la pureza y originalidad del baile frente a las influencias de los espectáculos franceses; cf., El Contemporáneo del 30 de marzo de 1860, reproducido en Obras Completas, Aguilar, Madrid, 1954, pp. 743-744.
                Por su parte, el barón Davillier -lo mismo que otros viajeros extranjeros- asistió encantado a diversos bailes en Sevilla y elogió igualmente a bailaoras boleras, especialmente a la Campanera; cf., Viaje por España. Castilla, Madrid, 1949, p. 456.
Teresa Martínez de la Peña, Teoría y práctica del baile flamenco, Aguilar, Madrid, 1969.
[5] Ángel Álvarez Caballero, El baile flamenco, Alianza, Madrid, 1998, p. 17.

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