Además de lo comentado en la entrada anterior, cabe recordar que González del Castillo nos ofrece
testimonio de cómo en la época en que él escribió estos sainetes, el baile había salido ya de las casa y patios particulares, para celebrar sus ritos no
sólo en las ferias, sino también en tabernas y ventas. De ello da fe, por
ejemplo, el sainete titulado El soldado
fanfarrón, que pasa de una casa pobre, donde se celebra un jaleo con motivo
del santo de Tomasa, en la primera parte, a un ventorrillo situado en las
Puertas de Tierra, en la segunda, donde acompañado de guitarra, castañuelas y
pañuelos, se va a bailar el zorongo.
Evidentemente, este balanceo picante de la bailaora[5] nada
tiene que ver con un baile académico, sino con una ejecución desenvuelta propia
–creo- de una andaluza gitana o agitanada, plástica y sugerente descripción del zorongo, uno de los bailes flamencos
más populares, cuya interpretación, como por otra parte ha señalado Teresa
Martínez de la Peña, suele reservarse a los gitanos.
Ciertamente,
tanto «fandango» como «zorongo» o «jaleo», además de aludir a unos bailes
particulares, suelen aparecer como designaciones de toda fiesta donde
se canta y baila cualquier tipo de danza de las que luego entrarán a formar
parte de las que se encuadran en la llamada escuela bolera, es decir, todas las que, acompañadas de
palillos, tiene su principal contenido en las seguidillas y el fandango; esto
es el bolero, la cachucha, el jaleo, el zorongo, el ole, las playeras, y los
zapateados, entre otros[1], de
los que también encontramos numerosas referencias en sainetes como El maestro de la tuna, El soldado fanfarrón, El triunfo de las mujeres, Los zapatos, El recibo del paje, y La
feria del Puerto.
Blas
Vega nos cuenta que el zorongo se incorporó como baile a la tonadilla escénica,
y que la primera mujer que se distinguió en este baile fue Mariana Márquez,
cuarta dama, en 1794, de la compañía de Manolo Martínez. También nos informa de
que el zorongo era un velo de muselina de Indias, que caía hasta los pies, y
estaba fijado a la cabeza de la bailarina por una ancha peineta[2].
Gaditano es el zapateado del que existe también referencia en un sainete de
González del Castillo, Los majos
envidiosos, y su acompañamiento a la guitarra –afirma Blas Vega- es el
mismo del tanguillo carnavalesco gaditano.
Respecto
del ole, se considera, junto al jaleo, como antecedentes de la soleá, y jaleo
gitano-flamenco estaría, en opinión de Eulalia Pablo Lozano, en el origen de la
bulería[3], que
resulta de acelerar el ritmo de la soleá. El lole como también se le nombra es
fundamental en el sainete Los caballeros
desairados, pues Isabel, hermana del Marqués, aprende el ole, además del
zorongo, con la «trigueñita» Juanita, para así mantener el nombre que tiene en
Cádiz de «salerosa». Isabel ha aprendido a «repicar» los pies, «poner
levantadas las manitas y dar vueltas»; un aprendizaje que desde luego apenas
tiene que ver con el desparpajo que usa la maja Curra en su baile, gran aficionada,
«zoronguera», según nos dice Simeón:
Simeón. Mucho;
me mantengo en ello,
pues
desde que Dios arroja
sus
luces, se arma el jaleo;
se
araña la guitarrilla,
comienza
el repiqueteo
de
los palillos y sale
a
todo trapo ese cuerpo
dando
continuos balances,
levantando
y sumergiendo
toda
la popa, de modo
que
para tener los huesos
tan
süaves es preciso
que
se los unte con sebo[4].
No comparto
el juicio de Ángel Álvarez que en su libro El
baile flamenco, rechaza que el zorongo que se menciona en los sainetes de
González del Castillo pueda ser una primera muestra del arte flamenco, en los
siguientes términos:
Dudo que ese zorongo fuera flamenco, porque hasta finales
del siglo XVIII no tenemos constancia de que existiera el cante, y todo hace
pensar que el baile surgió más adelante.[6]
Como acabamos de ver, González del Castillo evidencia lo contrario. Otra cosa es considerar si estos bailes son flamencos, si limitamos el flamenco a la interpretación artística de una serie de cantes y bailes populares.
Efectivamente, no tenemos noticia de que la Curra sea el nombre de ninguna bailaora más o menos profesional, claro que tratándose de finales del XVIII hay que tener presente que aún se sabe muy poco de estas compañías de baile que fueron especializándose en boleras, oles, playeras, zapateados y jaleos, como sí que se conocen datos de ellas, a partir de la década del cuarenta del siglo XIX. Aunque sí hay excepciones como la de Manuela Morales, muy aplaudida hacia 1796.
Pero sobre esta cuestión volveremos otro día.
[1] Cf., A este respecto puede consultarse, Blas Vega,
J., «La escuela bolera», Historia del
flamenco, pp. 43-54.
[2] Ibídem. Es el tipo de la gitanotonadilla
que menciona Wilhelm von Humboldt en su estancia gaditana. Cf., op. cit.
[3]
Eulalia Pablo
Lozano, «Jaleos», en Historia del flamenco, pp. 55-71.
[4] Sainetes, p. 202.
[5] El movimiento sinuoso de la
danza convierte a la bailaora en un personaje de gran atractivo, en este
sentido fue objeto de interés de Estébanez Calderón y de otros escritores nacionales
y foráneos Estébanez alabó la gracia de estas bailaoras en La rifa andaluza, El bolero,
La feria de Mairena, y Un baile en Triana. Juan Valera puso de
relieve los valores de Lola Montes, a la que califica de «excelente bailarina»;
cf., Obras completas, Aguilar,
Madrid, II, 1958, p. 1099. Bécquer elogió a «La Nena» en un artículo de ese
mismo nombre, donde se preocupaba por la pureza y originalidad del baile frente
a las influencias de los espectáculos franceses; cf., El Contemporáneo del 30 de marzo de 1860, reproducido en Obras Completas, Aguilar, Madrid, 1954,
pp. 743-744.
Por
su parte, el barón Davillier -lo mismo que otros viajeros extranjeros- asistió
encantado a diversos bailes en Sevilla y elogió igualmente a bailaoras boleras,
especialmente a la Campanera; cf., Viaje por España. Castilla, Madrid,
1949, p. 456.
Teresa Martínez de la Peña, Teoría y práctica del baile flamenco, Aguilar, Madrid, 1969.
[5] Ángel Álvarez Caballero, El baile flamenco, Alianza, Madrid, 1998, p. 17.
Teresa Martínez de la Peña, Teoría y práctica del baile flamenco, Aguilar, Madrid, 1969.
[5] Ángel Álvarez Caballero, El baile flamenco, Alianza, Madrid, 1998, p. 17.
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