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jueves, 13 de marzo de 2014

Pedro Romero, un héroe para el ilustrado Nicolás Fernández de Moratín

Como bien explicara mi maestro Alberto González Troyano en su libro El torero, héroe literario, fue en el siglo XVIII cuando se dignificó la figura del matador de toros, del torero a pie, que disputó la gallardía a los que practicaban el arte del rejoneo o toreo a caballo, esos que también recibían al toro acompañados o no de varilargueros, esto es, los que en la actualidad se conocen como «picaores».
   Y es que, por primera vez, el oficio o arte que practicaban las personas del pueblo llano, era llamado a merecer el lauro que los poetas solían reservar a los héroes marciales, a los soldados victoriosos o, mejor aún, a los militares de alta graduación distinguidos por el laurel de la victoria.
   El poema, «A Pedro Romero, torero insigne», insiste fundamentalmente en la juventud de Pedro Romero, nacido en 1754, que toreó en Madrid por primera vez en 1775, y junto con su padre, Juan, continuó haciéndolo hasta 1778 o 1779.
   Esta vindicación del torero no fue excepcional y cabe recordar que Goya le dedicó varias de sus pinturas, como la que aquí sigue, que se conserva en El Prado:

Pedro Romero matando a toro parado.
 Por otra parte, el carácter enigmático de estos héroes resuena en la caracterización del protagonista de Don Álvaro o la fuerza del sino (1835), lo que aún pone de manifiesto la singularidad de su figura y, en el caso de la obra del Duque de Rivas, los recelos que despierta en el marqués de Calatrava.
    Los toreros de a pie evidentemente arriesgaban su vida mucho más que los que lo hacían a caballo y eso provocaba la admiración popular que rápidamente los convertía en héroes por la marcialidad de la puesta en escena. Al fin y al cabo se trata de la lid entre el hombre y el toro.

lunes, 10 de marzo de 2014

El diez de marzo de 1820

Como mostraba unos días atrás Alberto Ramos en su blog, a propósito de San Antonio, un grabado de época recogía así lo que fue una de las más indignas represiones de que fue objeto la ciudad de Cádiz en 1820.

    
 La víspera una multitud se había manifestado a favor de la nueva jura de la Constitución de 1812, lo que fue visto con malos ojos por un ejército que se consideraba leal a Fernando VII. Todo ello sucedía en medio de un clima revolucionario en el que se llevaba a cabo un nuevo intento de acabar con el poder absoluto del monarca. Así se había producido el levantamiento de Riego, mientras Quiroga aguardaba en San Fernando poder entrar en la capital gaditana.
     La mañana del día 10 las tropas acuertaladas en la Bomba deciden impedir la jura de la Constitución y, de acuerdo con otros batallones como el de la Lealtad, se dirige por el Mentidero y la calle Veedor hacia San Antonio. Allí los soldados empiezan a disparar contra la población que se arremolinaba en espera de la próxima celebración constitucional. Sin que pudieran preverlo, los soldados se dirigen a ellos, encañonándolos con sus fusiles, por lo que muchos corrieron a sus casas, otros lograron refugiarse en la iglesia de San Antonio y algunos en el café de Apolo. Los que no pudieron encontrar asilo en lugar seguro hallaron la muerte o resultaron heridos. El número de estos es difícil de averiguar, pero parece que alcanzó a medio centenar.
     Algunos datos más pueden leerse en la Historia de Adolfo de Castro, que acusa al otrora héroe de la Independencia, Freyre, de no haber previsto el descontento del ejército y no haber actuado con la autoridad y firmeza necesarias, aunque también acusa a otros militares como Campana, Valcárcel o, entre los revolucionarios indecisos, a Quiroga.
     Algunas de estas cuestiones las abordaremos en el próximo Congreso Internaciona Liberal «La represión absolutista y el exilio», los próximos días 6-8 de mayo.
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