Si son muchos los artículos que firmó Larra sobre la desazón intelectual que le llevaría al suicidio, me parece que uno de los más lúcidos y, al mismo tiempo más dramáticos, es precisamente «La Nochebuena 1836. Yo y mi criado. Delirio filosófico». Se trata de un artículo en que el escritor se acoge a la tradición de los sueños, actualizada en la época de las Cortes de Cádiz como forma de crítica política, para ofrecer una suerte de enajenada visión onírica de la situación del país, haciendo especial hincapié en la desesperanza que le inspira tanto el pueblo -representado por la figura embrutecida y cosificada del criado- como los políticos.
Como en otros artículos suyos de los últimos años, se observa una honda preocupación por el uso de la palabra. Un hombre como él, cuya niñez se vio marcada por el exilio familiar en Francia cuando tenía seis años y que hubo de aprender otros idioma y volver a reaprender el suyo, para continuar su instrucción en el idioma natal cuando tenía nueve años, puede hacernos comprender hasta qué punto aquellos años de trasiego vital, cultural y lingüístico pudieron condicionar su experiencia como escritor y ciudadano.
El delirante artículo consta de dos partes, la primera constituyen una especie de soliloquio que parte de la anécdota de la inquietud fatal que le transmite la llegada de un día 24 -fecha, dice, de su natalicio- y enseguida relaciona esa superstición con la desconfianza en el amor de la mujer y en el crédito del Estado. La impotencia comienza al reconocerse como un periodista que nada consigue con sus artículos políticos -«en cada artículo entierro una esperanza o una ilusión»- y que la tragedia del mundo sólo parece revelarse a sus ojos: «el frío exterior del mundo condensa las penas en el interior del hombre», por eso se proponer ofrecer a los lectores «mis meditaciones»; «no hay periódicos bastantes en Madrid, acaso no hay lectores bastantes tampoco».
La aparicion del criado, que anuncia la hora del almuerzo, da lugar a un inciso para presentar al replicante del diálogo: trasunto primero del Sancho Panza más grosero y embrutecido, que momentáneamente retorna a su papel de criado, para dar rienda suelta a una especie de mascarada de invierno, aludiéndose en la primera de ellas a la costumbre de las saturnales, en las que durante unos pocos días se invertía el orden establecido y el criado podía decir a su señor la verdad. A este fin, el periodista-filósofo, o «desgraciado», lo invita a beberse el dinero de las ganancias obtenidas con la venta de sus artículos. Pero la «verdad» de este oráculo beodo se posterga hasta la noche.
Mientras, el periodista sale a la calle y ve cómo el pueblo convierte todo aniversario en una fiesta que sirve de excusa para comer, y ni siquiera la condición religiosa de esta celebración invita a la reflexión: el misterio del Redentor, «que nació para morir», es nueva excusa para comer el doble.
La imagen del mercado -el vientre del mundo, y el lugar donde todo tiene un precio- que aparece camino del teatro, se transforma en una escena carnavalesca, pantagruélica, con tintes trágicos, al derivar en la visión de la mísera Bilbao -bastión carlista- que, con metonimia quevedesca, se convierte en «una mano seca y raída» que «llevaba a la boca cárdena y negra, de morder cartuchos, un manojo de laurel sangriento», «un rostro entero» que «se dirigía a los bulliciosos liberales de Madrid, que traficaban»; «era la reconvención y la culpa, aquélla agria y severa, ésta indiferente y descarada». Madrid es entonces el símbolo de la opulencia adquirida gracias al trabajo de otras provincias: «En una cena de ayuno se come una ciudad a las demás».
La llegada al teatro descubre, a través del comentario de las dos comedias de circunstancias que se presentan, a una sociedad en la que, en primer lugar, los hombres y las mujeres han intercambiado sus papeles, ellos «no saben hablar sino como las mujeres en congresos y corrillos» y ellas «son las únicas que conquistan»; en segundo lugar, la figura del novio que no logra sus esperanzas, se convierte en trasunto del pueblo español: «no se casa con un solo Gobierno con quien no tenga que reñir al día siguiente. Es el matrimonio repetido al infinito».
A punto de expirar la jornada, sin que haya ocurrido nada nefasto, el filósofo regresa a su casa y allí le espera el criado, todo «verdad».
Esa terrible verdad quedará para la siguiente entrada.