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domingo, 1 de abril de 2012

El baile en los sainetes de González del Castillo. Del aire popular andaluz al flamenco

Mucho nos ha hecho conocer el sainetero y apuntador gaditano Juan Ignacio González del Castillo (1763-1800) sobre los entresijos de la vida cotidiana de su tiempo. Un escritor con desparpajo y gracia, de atinada pluma para retratar a sus coetáneos, tanto como para pintar las costumbres y la sociedad gaditana de finales del XVIII. Lástima que muriera en aquella epidemia que tantos estragos causó en Cádiz y en la que también sucumbió el hermano de Juan Nicolás Böhl de Faber, quien, al decir de Adolfo de Castro, había sido alumno de español del sainetero. Seguro que, de haber corrido otra suerte, contaríamos ahora con una inagotable fuente para redescubrir la vida cotidiana del Cádiz de las Cortes. 


           Entre los diversos estudios que he dedicado a González del Castillo, en una obra colectiva de 2005, impulsada por nuestro maestro Alberto González Troyano, me ocupé particularmente de cómo funcionaba el baile popular andaluz en las piezas cómicas del escritor gaditano. En ese trabajo recordaba de qué modo a la perspicaz imaginativa de González del Castillo no podía pasar desapercibida la progresiva extranjerización de una parte de la aristocracia y de los miembros más adinerados del tercer estado, cuestión esta que también afectaba al baile, como trataba de demostrar a continuación. 
           No cabe duda de que la llegada de la dinastía borbónica implicó una serie de transformaciones en todos los órdenes de la vida española, desde la política a la sociedad: y para lo que en este momento nos interesa podemos destacar en primer lugar, «el protagonismo del teatro musical y de los bailes escénicos, en el conjunto de la actividad teatral»[1]
           Efectivamente, en aquellos sainetes que transcurren entre personas de círculo más selecto, como El cortejo sustituto, la contradanza, la inglesa, la marmotita, o el minuet, constituyen las alusiones musicales de la pieza y en ellos suele criticarse el atavío petimetril, el lujo y la ostentación, el afeminamiento, el uso del cortejo, y la extensión de otras costumbres modernas. Por el contrario, como ha señalado Sala Valldaura, aunque González del Castillo no deja de criticar algunos excesos cometidos por el pueblo, lo cierto es que predomina cierto sentimiento popularista y una defensa –por considerarlo auténtico- del modo de ser y de actuar de los majos. En esta línea no es extraño que sean precisamente los bailes populares los que estén más frecuentemente representados en sus sainetes. Así, son numerosas las piezas en las que, bien se cantan o bailan boleros, o se da cuenta de la afición de los personajes por entender, ejercer con gracia, o participar de cualquier rito relacionado con este arte en cualquiera de sus manifestaciones, índice, por otra parte, de la extracción popular de los mismos, y rasgo de majismo, o, en otro caso, cuando se relaciona con personajes nobles, signo del aplebeyamiento consciente de su conducta, es decir, de la imitación voluntaria de las costumbres de los majos del pueblo[2]
Concretamente, en los casos de El baile desgraciado y el maestro Pezuña, y Los majos envidiosos, el baile del bolero se opone, por su naturaleza popular, a otros más distinguidos como la contradanza o el minuet. Efectivamente en este último sainete, cuando los protagonistas acuden a una fiesta nocturna en una casa de la popular calle del Molino, uno de los concurrentes propone abrir el baile con un minuet, por haber allí una «señora peinada», pero el majo Mateo exige que se dejen «los arrastraderos de pies» y se baile el fandango; y otros majos proponen –en la misma línea- el zorongo o las boleras[3]. Precisamente, las principales formas de la música popular española que se incorporan al teatro ya como canción bailada o como danza cantada son la seguidilla, el bolero, fandango, y zorongo, entre otras de menor aceptación en Andalucía.
           Antes de que González del Castillo las introdujera en sus sainetes, habían cobrado especial relevancia en las tonadillas escénicas, que con sus aires musicales –canto y baile-, acompañados generalmente de guitarra, se convierten en género autónomo en la década del sesenta y potencia el aire de la seguidilla frente a la música italiana y al baile francés; precisamente llegará el ocaso de la tonadilla cuando, debido a su progresiva desconexión con el mundo popular, se torne artificiosa por la profusión de canciones italianas y excesiva representación coreográfica[4].
Continuará.

[1] Eduardo Huertas, Teatro musical español en el Madrid ilustrado, Avapiés, Madrid, 1989.
[2]J. Mª Sala Valldaura, Los sainetes de González del Castillo en el Cádiz de finales del siglo XVIII, Cátedra «Adolfo de Castro», Cádiz, 1996. 
Por otra parte, cabe recordar que cantar el bolero forma parte de los encantos de la novia Felipa en Felipa la Chiclanera y, para poner de manifiesto la gracia de las mujeres del pueblo, se dice en Los caballeros desairados que «echan boleros en las mantillas». Por otra parte, y respecto a la conducta aplebeyada, tenemos algunos ejemplos  en El chasco del mantón, donde el baile del bolero aparece como diversión de unas damas y de sus amigas, y en El letrado desengañado, en que doña Isidora, que va a aprender el bolero en la calle de la Bomba, tiene muchos cortejadores, por su salero, poder y garbo. Asimismo, en El fin del pavo, don Antoñito pide a don Agapito que cante unas boleras mientras se guisa la comida.
      Sobre los fenómenos del aplebeyamiento y el majismo puede consultarse el trabajo de Alberto González Troyano, «Notas en torno al casticismo dieciochesco», en Cuadernos de Ilustración y Romanticismo, nº 1, (1992), pp. 97-103. 
[3] Juan Ignacio González del Castillo, Obras completas, (a partir de aquí, O. C.), II, Librería de los Sucesores de Hernando, Madrid, 1914p. 148.
[4] José Subirá, La tonadilla escénica, Tipografía de Archivos, Madrid, 1928-30, p. 218.





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