Mucho nos ha hecho conocer el sainetero y apuntador gaditano Juan Ignacio González del Castillo (1763-1800) sobre los entresijos de la vida cotidiana de su tiempo. Un escritor con desparpajo y gracia, de atinada pluma para retratar a sus coetáneos, tanto como para pintar las costumbres y la sociedad gaditana de finales del XVIII. Lástima que muriera en aquella epidemia que tantos estragos causó en Cádiz y en la que también sucumbió el hermano de Juan Nicolás Böhl de Faber, quien, al decir de Adolfo de Castro, había sido alumno de español del sainetero. Seguro que, de haber corrido otra suerte, contaríamos ahora con una inagotable fuente para redescubrir la vida cotidiana del Cádiz de las Cortes.
Entre los diversos estudios que he dedicado a González del Castillo, en una obra colectiva de 2005, impulsada por nuestro maestro Alberto González Troyano, me ocupé particularmente de cómo funcionaba el baile popular andaluz en las piezas cómicas del escritor gaditano. En ese trabajo recordaba de qué modo a la perspicaz imaginativa de González del Castillo no podía pasar desapercibida la progresiva extranjerización de una parte de la aristocracia y de los miembros más adinerados del tercer estado, cuestión esta que también afectaba al baile, como trataba de demostrar a continuación.
No cabe duda de que la llegada de la dinastía borbónica implicó una serie de transformaciones en todos los órdenes de la vida española, desde la política a la sociedad: y para lo que en este momento nos interesa podemos destacar en primer lugar, «el protagonismo del teatro musical y de los bailes escénicos, en el conjunto de la actividad teatral»[1]
Efectivamente, en aquellos
sainetes que transcurren entre personas de círculo más selecto, como El cortejo sustituto, la contradanza, la
inglesa, la marmotita, o el minuet, constituyen las alusiones musicales de la
pieza y en ellos suele criticarse el atavío petimetril, el lujo y la
ostentación, el afeminamiento, el uso del cortejo, y la extensión de otras
costumbres modernas. Por el contrario, como ha señalado Sala Valldaura, aunque
González del Castillo no deja de criticar algunos excesos cometidos por el
pueblo, lo cierto es que predomina cierto sentimiento popularista y una defensa
–por considerarlo auténtico- del modo de ser y de actuar de los majos. En esta
línea no es extraño que sean precisamente los bailes populares los que estén
más frecuentemente representados en sus sainetes. Así,
son numerosas las piezas en las que, bien se cantan o bailan boleros, o se da
cuenta de la afición de los personajes por entender, ejercer con gracia, o
participar de cualquier rito relacionado con este arte en cualquiera de sus
manifestaciones, índice, por otra parte, de la extracción popular de los
mismos, y rasgo de majismo, o, en otro caso, cuando se relaciona con personajes
nobles, signo del aplebeyamiento consciente de su conducta, es decir, de la
imitación voluntaria de las costumbres de los majos del pueblo[2].
Concretamente, en los casos de El baile desgraciado y
el maestro Pezuña, y Los majos
envidiosos, el baile del bolero se opone, por su naturaleza popular, a
otros más distinguidos como la contradanza o el minuet. Efectivamente en este
último sainete, cuando los protagonistas acuden a una fiesta nocturna en una
casa de la popular calle del Molino, uno de los concurrentes propone abrir el
baile con un minuet, por haber allí una «señora peinada», pero el majo Mateo
exige que se dejen «los arrastraderos de pies» y se baile el fandango; y otros
majos proponen –en la misma línea- el zorongo o las boleras[3].
Precisamente, las
principales formas de la música popular española que se incorporan al teatro ya
como canción bailada o como danza cantada son la seguidilla, el bolero,
fandango, y zorongo, entre otras de menor aceptación en Andalucía.
Antes de que González del Castillo las introdujera en
sus sainetes, habían cobrado especial relevancia en las tonadillas escénicas,
que con sus aires musicales –canto y baile-, acompañados generalmente de
guitarra, se convierten en género autónomo en la década del sesenta y potencia
el aire de la seguidilla frente a la música italiana y al baile francés;
precisamente llegará el ocaso de la tonadilla cuando, debido a su progresiva
desconexión con el mundo popular, se torne artificiosa por la profusión de
canciones italianas y excesiva representación coreográfica[4].
Continuará.
[ 2]J. Mª Sala Valldaura, Los sainetes
de González del Castillo en el Cádiz de finales del siglo XVIII, Cátedra
«Adolfo de Castro», Cádiz, 1996.
Continuará.
[1] Eduardo Huertas, Teatro musical español en el Madrid ilustrado, Avapiés, Madrid, 1989.
Por otra parte, cabe recordar que cantar el bolero forma parte
de los encantos de la novia Felipa en Felipa
la Chiclanera y, para poner de manifiesto la gracia de las mujeres del
pueblo, se dice en Los caballeros
desairados que «echan boleros en las mantillas». Por otra parte, y respecto
a la conducta aplebeyada, tenemos algunos ejemplos en El
chasco del mantón, donde el baile del bolero aparece como diversión de unas
damas y de sus amigas, y en El letrado
desengañado, en que doña Isidora, que va a aprender el bolero en la calle
de la Bomba, tiene muchos cortejadores, por su salero, poder y garbo. Asimismo,
en El fin del pavo, don Antoñito pide
a don Agapito que cante unas boleras mientras se guisa la comida.
Sobre los fenómenos del aplebeyamiento y el majismo
puede consultarse el trabajo de Alberto González Troyano, «Notas en torno al
casticismo dieciochesco», en Cuadernos de
Ilustración y Romanticismo, nº 1, (1992), pp. 97-103.
[3] Juan Ignacio González del Castillo, Obras
completas, (a partir de aquí, O. C.),
II, Librería de los Sucesores de Hernando, Madrid, 1914, p. 148.
No hay comentarios:
Publicar un comentario